13/5/08

MISTERIOS LUMINOSOS



1) Bautismo de Jesús en el Jordán.

Hay mucha gente en el borde del río Jordán. Algunos parecen de la campiña, otros ricos, y otros parecen fariseos por el vestido adornado de franjas y de tiras. El río es de un azul, ligeramente verdoso, alegrando la vista cansada del terreno arenoso y lleno de piedras.
En medio de ellos, de pie sobre un peñasco, hay un hombre que habla a las multitudes, es Juan el Bautista. Lo hace en forma vehemente, duro en el hablar y en el gesticular, es tan impetuoso que merecería el nombre de rayo, avalancha, terremoto.
Jesús, a espaldas de Juan, avanza caminando despacio, viene solo. Se acerca sin hacer ruido y escucha la voz fulmínea del penitente del desierto.
Jesús parece uno más del pueblo, ninguna señal divina lo diferencia de los demás, aunque señor por el porte y belleza.
Podría decirse que Juan siente una emanación espiritual, se vuelve y reconoce la fuente de aquella emanación. Desciende del peñasco y veloz se dirige a El.
Se miran por un momento, Jesús con su mirada tan dulce, Juan con sus negrísimos ojos de mirar severo, llenos de fulgor. Vistos de cerca parecen un salvaje y un ángel.
Juan grita: “He aquí al Cordero de Dios, ¿cómo es posible que venga a mí, El, que es mi Señor?”
Jesús le responde: “Para cumplir con el rito de penitencia”.
“Jamás Señor mío”, dice Juan, inclinándose ante el.
“Soy yo quien debe venir a Ti para ser santificado, en cambio eres Tú el que viene a mí.”
Jesús poniéndole la mano sobre la cabeza le dice: “ Deja que se haga como Yo quiero, para que se cumpla toda justicia, y tu rito se convierta en el principio de otro misterio mucho más alto, y se avise a los hombres que la víctima está ya en el mundo”.
Juan emocionado lo mira y los dos se dirigen a la orilla del río.
Jesús se quita el manto para entrar al agua.
Juan, con un tazón hecho de calabaza resecada al sol, que colgaba de su cintura, lo bautiza echando agua sobre Su cabeza.
En ese momento se abrió el cielo, descendió una Paloma Divina sobre Jesús y se oyó el anuncio de Dios diciendo: “He aquí a Mi Hijo muy amado en quien tengo todas Mis complacencias”.
Esto fue dicho para que los hombres no tuviesen excusa o duda en seguirlo a Jesús que es el cordero en la pureza de Su carne, en la modestia de Su trato, en la mansedumbre de Su mirada.
Jesús vistiéndose sube a la ribera para orar. Juan, señalándolo, dice a la multitud:
“Uds. han podido reconocer la señal del Espíritu Santo al verlo descender en forma de luminosa paloma sobre El”.



2.- Las Bodas de Caná.

Se ve una casa de campesinos en medio de la campiña, rodeada de higueras y manzanos.
Dos mujeres con vestidos largos y mantos que hacen las veces de velo, se dirigen por el sendero hacia la casa.
Una es María, bella, esbelta, con un porte lleno de dignidad. Es toda gentileza y santidad. La otra parece mayor de edad.
Al verlas venir sonrientes, un encargado de la casa avisa a los demás, que salen a su encuentro con gran alegría. Todos están vestidos con trajes de fiesta.
María entra acompañada por el anciano dueño de casa. Suben la escalera y llegan a un ambiente grande, usado como depósito de herramientas o, para ocasiones especiales, como esta boda.
La habitación está adornada con ramas verdes, esteras y mesas para alimentos. En el centro hay una mesa más grande provista con jarras, platos llenos de frutas, quesos, tortas con miel y dulces. Contra la pared hay una alacena larga con vasos, jarras y otros alimentos.
María cortésmente escucha a todos. Luego, quitándose el manto, ayuda a terminar de preparar las mesas. Pone en orden las sillas y almohadones, arregla las guirnaldas de flores, da mejor presentación a las frutas y controla que las lámparas tengan aceite. Todo lo hace sonriendo y hablando lo necesario.
Poco a poco se escucha una música no muy armoniosa que se va acercando. Todos los invitados salen afuera para recibir a los novios, menos María, que se queda arreglando los últimos detalles, lo que demuestra que debe ser parienta o muy amiga de la familia.

Más tarde, desde el poblado, acompañado de dos discípulos, llega Jesús, vestido con su túnica blanca y manto azul. Al verlo llegar salen a su encuentro María, el dueño de casa y el novio.
Madre e Hijo se saludan en forma muy respetuosa, Ella pone su mano blanca sobre la espalda de Jesús arreglándole la cabellera, pero las miradas que acompañan las palabras “La paz sea contigo” valen por cientos de caricias.
Las mujeres se apresuran por poner asientos y platos para los huéspedes que, al parecer, son inesperados.
Se oye la voz llena, viril de Jesús, que al entrar en la sala dice: “La paz sea en esta casa y la bendición de Dios con todos ustedes”.
Es un saludo a todos, lleno de majestad. Es el huésped tal vez fortuito, pero parece el rey del banquete, que domina todo con su presencia y estatura.
Jesús se sienta en la mesa central, junto con los novios, sus padres, María y los amigos de mayor importancia.

Empieza el banquete, a nadie le falta el apetito ni la sed, sólo María y Jesús comen y beben poco. Ambos hablan lo necesario. Jesús es muy cortés, si se le pregunta, responde. Si le hablan, muestra interés y expone su parecer.
María cae en cuenta de que los servidores discuten porque se ha acabado el vino y el dueño de casa está muy molesto. Acercándose a Jesús le dice despacio: “Hijo, no tienen más vino”,
“Madre, ¿qué más hay entre Tú y Yo?”
Al decir estas palabras Jesús sonríe dulcemente y con complicidad a su Madre, como dos que tienen un secreto de alegría que los demás ignoran.
María ordena a los sirvientes: “Hagan lo que El les diga”, y Jesús les dice: “Llenen de agua los jarrones”.
Con una carretilla van trayendo los cubos chorreando y llenan los jarrones. Mientras tanto, el dueño de casa revuelve aquél líquido, lo prueba, lo saborea y habla con el novio, que está cerca.
María mira a su Hijo y sonríe siendo correspondida con una sonrisa de El. María es feliz, baja la cabeza con un ligero sonrojo.
Por la sala se escuchan murmullos, las cabezas se dirigen a Jesús y a María. Algunos se levantan acercándose a los jarrones para ver mejor. Luego de un silencio, en coro alaban a Jesús. El se levanta y dice tan solo: “Agradezcan a María, Yo no le niego nada a Ella. Conozco a Mi Madre, cuya bondad solo Dios supera. Se que hacer un bien es hacerla feliz, porque Ella es todo amor” y se retira del banquete. Los discípulos lo siguen.
En el umbral repite: “La paz sea en esta casa y la bendición de Dios con ustedes”. Mirándo a María le dice: “Madre, te saludo”.



3.- El Anuncio del Reino de Dios invitando a la Conversión.

Todos los apóstoles están sentados junto a Jesús sobre la hierba cerca de un río, comiendo pan y queso, protegidos por la sombra de los árboles. Las sandalias llenas de polvo dicen claramente que ya han recorrido un largo camino.
Después de un breve descanso, siguen hacia Mágdala.
Están conversando entre ellos y se escucha que ante una pregunta de Pedro, Jesús le dice: “Cristo no ha venido a salvar a los que ya están salvados, sino a los que están perdidos”.
Caminando infatigablemente por los polvorientos y calurosos caminos de Galilea, Jesús adoctrina a sus apóstoles y a la muchedumbre que lo sigue con distintas parábolas y numerosos milagros.
Su fama va creciendo de ciudad en ciudad.
Los enfermos y los deseosos de la Buena Nueva afluyen en los espacios libres para oírlo y recibir su ayuda. Ven en El a un joven rubio, alto, con una voz distinta a la de los demás hombres, una voz que llega al corazón. Ven en El su bondad, porque habla con todos, consuela a todos, cura enfermedades y convierte a los pecadores.
Una tarde, después de haber curado a paralíticos, ciegos y otros enfermos, se acercan unos discípulos de Juan el Bautista, quien se encuentra prisionero de Herodes. Se agolpan cerca de Jesús y le preguntan: “¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”
Jesús, mirándolos, contesta: “Observen lo que me rodea, aquí no hay ni ricos, ni personas que se entreguen a la diversión, ni seres escandalosos, sino pobres, enfermos, honrados israelitas que quieren conocer la Palabra de Dios y no otra cosa. Digan a Juan lo que han visto en muchos lugares de Israel. Los leprosos son curados, los muertos resucitan, los ciegos ven, los paralíticos caminan. Díganle que se anuncia la Buena Nueva a los pobres. Y bienaventurado es el que no se escandalice de Mí. También díganle a Juan que lo bendigo con todo Mi Amor.”





4.- La Transfiguración.

Jesús y los discípulos van caminando, atravesando las colinas de Nazaret. Llegan al Tabor. Jesús dice: “Pedro, Juan y Santiago vengan conmigo al monte. Los demás desparrámense y vayan por los caminos predicando sobre el Mesías. Quiero estar de regreso por la tarde en Nazaret, no se alejen mucho”.
Caminan presurosos. Pedro, colorado y sudoroso, le pregunta: “¿A dónde vamos? ¿No podemos ir más despacio? no hay casas allí”.
“Voy a unirme con Mi Padre.” –dice Jesús- “He querido que estén conmigo porque los amo. A las citas con Dios hay que ir rápidos, allí descansarán” y continúan subiendo.
Llegan a la cima del monte. Es un día primaveral, claro, sereno y luminoso; se puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído.
“Descansen, amigos” – dice Jesús – “Voy allí a orar” y señala con la mano una gran roca que sobresale del monte. Jesús se arrodilla sobre la hierba, pone las manos y la cabeza sobre la roca y ora.
Es la misma posición que tendría en el Getsemaní.
Mientras tanto los apóstoles se quitan las sandalias y descansan sobre la hierba.

De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, se esparce y penetra hasta el verde de los matorrales y árboles. Abren los ojos, sorprendidos, y ven a Jesús transfigurado, majestuoso, luminoso; su túnica de color rojo se ha cambiado en un tejido de diamantes, inmaterial, celestial.
Su rostro es un sol esplendidísimo en el que resplandecen sus ojos. Parece más alto, como si su glorificación hubiese cambiado su estatura. Su luminosidad hace fosforescente hasta a la llanura, es algo indescriptible.
Está parado sobre una luz que lo separa de la tierra, es de un color blanco e incandescente. Jesús está con su rostro levantado al cielo y sonríe.
Los apóstoles están llenos de miedo, lo llaman con ansias: “¡Maestro, Maestro!”
Ven que está en éxtasis, no se atreven a acercarse.
La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del cielo y se ponen al lado de Jesús; cuando están sobre el verdor aparecen dos majestuosos y luminosos personajes, son los dos profetas Moisés y Elías.
Los apóstoles caen de rodillas con la cara entre las manos. Jesús sonríe.
Pedro le dice: “Es bello estar aquí contigo, con Moisés y con Elías. Si quieres, haremos tres tiendas y nos quedaremos a servirte”.
Jesús los mira una vez más, sonriendo vivamente con una mirada que los envuelve amorosamente. Los apóstoles no se atreven a decir ni una palabra. Parece como si estuvieran un poco ebrios. Entonces aparece un resplandor mucho más fuerte aún y una voz poderosa y armoniosa vibra, llenando el espacio, diciendo: “Este es Mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas todas Mis complacencias. Escúchenlo”.
Pedro exclama: “Misericordia de mi que soy un pecador”
Nadie se atreve a levantar la cabeza, no ven que la luz ha vuelto a su estado y que Jesús ha vuelto a ser el Jesús de siempre, con su túnica rojo oscuro.
Levantan la cara y lo ven tal cual es.
“Levántense” – dice Jesús – y, al hacerlo, ven que está sonriendo.
Pedro le pregunta: “¿Cómo hacemos para tenerte a nuestro lado ahora que hemos visto tu Gloria, nosotros hombres pecadores que hemos oído la voz de Dios?”
“Deben vivir a Mi lado, ver Mi gloria hasta el fin. Háganse dignos, obedezcan al Padre. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. No hablen nada de esto con nadie. Cuando el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la Gloria del Padre, entonces sí será necesario para tener parte en Mi Reino. Elías ya vino y ha preparado los caminos del Señor, todo sucede como se ha revelado”.

Luego bajan y se dirigen hacia donde están los otros discípulos, a los que se han agregado varios curiosos deseosos de conocer al Mesías.
Entre la multitud se encuentra un padre desesperado por su hijo enfermo. Al ver a Jesús le dice:
“Nadie ha podido curarlo. Creo firmemente en Ti. Tú sí puedes hacer algo. Ten piedad de nosotros y socórrenos.”
Jesús contesta: “Si puedes creer de este modo, todo Me es posible porque todo se concede a quien cree” y el niño queda curado dejando a todos asombrados.
Luego sigue Su camino.



5.-La Institución de la Eucaristía.
Los discípulos van entrando de a poco al lugar donde se realizará la cena de Pascua.
Mientras ordenan y acomodan la sala, Judas Tadeo controla el aceite de las lámparas, la jarra y la palangana para el lavatorio de pies de los discípulos.
Entra Jesús sonriente. Se lo nota agotado.
Abriendo Sus brazos, bendice diciendo: “La paz sea con ustedes, nunca habíamos tenido escenario tan digno para comer el cordero. Comamos pues, la cena con espíritu de paz. Comprendo que los he perturbado con Mis instrucciones estas últimas noches pero ya hemos terminado, ahora no los perturbaré más. No todo lo que se refiere a Mí está dicho, tan solo lo esencial. El resto, después lo comprenderán”.

Los discípulos traen una gran palangana de metal, le ponen agua, le ofrecen la toalla a Jesús, quien comienza a lavar los pies de todos.
Luego Jesús los ubica en la mesa. Reparte a cada uno el pan ya partido y embebido en hierbas que hay en cuatro salseras. Terminando esto cantan varios salmos. Luego ponen el cordero frente a Jesús, quien lo distribuye a todos, procurando que cada uno esté bien servido.
Mirándolos, les dice: “Con toda Mi alma he deseado comer con ustedes esta Pascua, ha sido mi mayor deseo, no volveré a gustar el fruto de la vid hasta que haya venido el Reino de Dios y a este banquete solo se acercarán los que hayan sido humildes y limpios de corazón. Ahora que hemos cumplido el rito antiguo voy a celebrar el nuevo rito. Prometí un milagro de amor, ha llegado la hora de hacerlo, por esto había deseado esta Pascua. De hoy en adelante esta será la Hostia Inmolada como un rito eterno de Amor. Los he amado durante toda Mi vida terrenal, los he amado desde la eternidad, y quiero amarlos hasta el fin. No hay cosa mayor que ésta, Me voy pero quedaremos siempre unidos mediante el milagro que ahora voy a realizar”.
Jesús toma un pan entero. Lo pone sobre la copa llena de vino, bendice y ofrece ambos; luego parte el pan en trece pedazos y da uno a cada apóstol diciendo: “Tomad y comed, esto es Mi Cuerpo. Hagan esto en recuerdo de Mí que me voy.”
Da el cáliz y dice: “Tomad y bebed, esta es Mi Sangre. Esto es el cáliz del nuevo pacto en Mi Sangre y por Mi Sangre, que será derramada por ustedes para que se les perdonen sus pecados y para darles la Vida. Hagan esto en recuerdo Mío”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

QUÉ LINDO ES ESTE BLOG,
ES PARA LEERLO DESPACIO Y DISFRUTARLO.
MUCHAS GRACIAS, NO DEJEN DE ESCRIBIR EN ÉL.